31 de agosto de 2009

La satisfacción de necesidades básicas

________________

Reproduzco este fragmento tomado de un libro de Laura Gutman, que me parece clave para comprender muchos temas que ya he tratado o que trataré en el futuro en Tenemos Tetas:

(...)
Somos una sociedad adictiva, en el sentido de que estamos todos muy pendientes de lo que obtenemos, de lo que consumimos, de lo que incorporamos y, sobre todo, de lo que creemos que son nuestras “necesidades”.

Como hemos visto en el capítulo anterior, estamos casi todos carentes de maternaje en nuestras historias individuales. Con la suma de individuos dentro de un sistema carente, establecemos un funcionamiento colectivo acorde. Creo que nuestra cultura avanza cada vez más hacia el egoísmo, la falta de mirada hacia el otro y la comodidad personal. Es común que los individuos modernos y urbanos tengamos como objetivos de vida buscar un buen trabajo y ganar lo suficiente para aumentar el confort. Luego, el confort viene de la mano del consumo. Por otra parte, cuando logramos comprar un objeto, desearemos otro similar, más grande y más bonito. Y lo mismo con un auto o con el destino de unas vacaciones. Una vez obtenido y consumido un placer confortable, anhelamos uno más grande. Y así se nos va la vida.

¿Por qué nos pasa esto? ¿Qué es lo que necesitamos incorporar en realidad?

Personalmente, creo que tiene que ver con la calidad de maternaje que hemos recibido. Incluyo en la palabra “maternaje” no sólo lo que nuestra mamá real ha hecho con nosotros, sino la totalidad de situaciones de amparo, cariño, cuidado y sostén que hemos recibido –o no- en nuestra primera infancia.

Un bebé es un ser necesitado. Necesita indiscutiblemente ser cuidado, sostenido, alimentado, tocado, abrazado, amado. No hay estructuración psíquica saludable sin que esto ocurra. La mayoría de nosotros no somos satisfechos en nuestras necesidades originales porque la cultura, la moda o las opiniones que circulan y que adoptamos así lo establecen. Y esto es muy real en los últimos siglos de “cultura” occidental. También a causa de la discapacidad de prodigarnos amparo de nuestras propias madres que, a su vez, no fueron suficientemente maternadas por sus propias madres que, a su vez, cargan con historias difíciles de soledad y desamparo. Y así, transgeneracionalmente.

En tanto bebés, tenemos algunas opciones para sortear estas dificultades: la primera es enfermarnos. Esto es muy fácil de constatar. A esta enfermedad le llamaremos “hecho desplazado”, porque el adulto que nos cuida comienza a tomar en cuenta la enfermedad, pero no la totalidad del bebé necesitado. Otra opción es hacer otros pedidos más “escuchables” para el adulto: llorar, no dormir, vomitar, tener reacciones alérgicas, etc. Y la última opción es adaptarnos. Es decir, hacer de cuenta que no necesitamos lo que necesitamos. Y así logramos sobrevivir.

Que hayamos sobrevivido disminuyendo las demandas, significa que hemos relegado a algún lugar sombrío las necesidades básicas que no han sido satisfechas. Pero estas no desaparecen. Sólo desaparecen para la conciencia. La vivencia más profunda, desplazada al inconsciente, es la de seguir estando necesitados. La confusión aparece porque mientras tanto vamos creciendo. Un niño de tres años ya no puede llorar como un bebé recién nacido; a los seis años, mucho menos. Aprendemos a pedir sólo lo que los adultos están dispuestos a escuchar, porque ya estamos entrenados para no pedir lo que no corresponde. Además, de todas maneras, no lo obtendremos. Así, nos alejamos de nuestras genuinas necesidades personales, que ya no registramos, no conocemos ni reconocemos en nosotros. Es una manera de desconocernos a nosotros mismos. Por eso podemos afirmar que el desconocimiento de sí mismo se instaura en la infancia.

Al mismo tiempo, nos entrenamos para estar siempre atentos a cualquier necesidad que pueda surgir, para autosatisfacerla inmediatamente. Este es un punto clave: la inmediatez. Así como el bebé necesita el pecho de su madre “ya”, el niño o adulto eternamente necesitado, lo que sea, lo que necesite, lo necesita “ya”. No importa qué sustancias tenga que incorporar para satisfacer su necesidad. Solo sabe que tiene que ser pronto, a cualquier precio. De lo contrario, el dolor al que remite es insoportable.

Es menester pensar que nuestros padres también son esa clase de niños necesitados. Nos educaron seguramente con las mejores intenciones y creyendo hacer lo correcto. Pero, inconscientemente, antepusieron sus propias necesidades a las de cualquier otro individuo. No puede ser de otra manera. Es como pedirle a un bebé que espere: es desgarrador.

Quiero recalcar que la mayoría de los individuos, en este sentido, somos emocionalmente bebés.

Es decir, necesitamos satisfacer prioritariamente nuestras propias necesidades. Entonces, podemos darnos cuenta de qué significado adquiere lo que mayormente hemos experimentado siendo niños: padres especialmente ocupados en satisfacer sus propias necesidades, por lo tanto, poco espacio psíquico y emocional para satisfacer las necesidades genuinas que teníamos en tanto niños.

Así las cosas, siendo niños hemos aprendido a satisfacer nuestras necesidades emocionales –me refiero al contacto, la mirada del adulto, la comprensión, el diálogo y el acompañamiento en el descubrimiento del mundo externo- desplazándolas hacia sustancias u objetos que podíamos “incorporar”. Al no poder incorporar “mamá”, fuimos incorporando “sustitutos”. Desesperadamente.

El tema de la desesperación también es una cuestión central. Porque no hay términos medios en la necesidad primaria. Al igual que un bebé, que se desespera en ausencia del pecho materno, todo individuo necesitado tiene la urgencia de obtener la sustancia o el objeto desplazado para calmarse.

Por eso, podemos comprender que, hoy en día, nuestra vida cotidiana esté regulada por la adicción al consumo –desesperado- de comida, dulces, cigarrillos, alcohol, drogas blandas o duras, psicofármacos o trabajo. También entramos en relación compulsiva con la televisión, el “chateo” por internet, las llamadas permanentes por teléfonos móviles o el vínculo obsesivo y eterno con jueguitos electrónicos. Como esta modalidad de consumo constante es global, resulta muy difícil detectar la patología de las conductas individuales. Pero podemos afirmar que todas estas conductas reflejan la necesidad de “incorporar vorazmente” lo que sea para sobrevivir, son desplazamientos de necesidades primarias que no han sido satisfechas.

Para no permanecer lamentándonos de nuestro pasado, me interesa reflexionar sobre lo siguiente: nosotros, esos niños necesitados, nos hemos convertido en los adultos que somos. Continuamos siempre atentos a satisfacer como sea nuestras necesidades ocultas. No importa que pertenezcan a nuestra infancia, porque para nuestra estructura psíquica siguen siendo tan prioritarias como cuando éramos niños. O sea, que estamos ante todo pendientes de lo que necesitamos: creeemos que se trata de dinero, ascenso social, buen trabajo, casa, vacaciones, objetos de confort, ropa, discos, o acceso al cine. En realidad, no se trata de nada de esto. Estamos huérfanos simplemente de cariño incondicional, de “mamá”, de “maternaje primario”. Pero no lo sabemos. Y no saberlo es el gran problema. Porque continuamos desplazando nuestras supuestas “necesidades” hacia todo tipo de actividades y objetos que creemos que son indispensables para vivir.

¿Cómo nos podemos dar cuenta de que son objetos desplazados? Porque no importa con cuánta comida nos atiborremos, cuántos cigarrillos fumemos o cuántas cosas nos compremos… siempre necesitaremos más. Lamentablemente, aún obteniendo reconocimiento, éxito o dinero, nunca obtendremos más “mamá”.

Con este panorama desalentador ¿qué capacidad emocional tendremos para dedicarnos a maternar y paternar a un bebé que llega al mundo con una voracidad espectacular? Muy poca capacidad, obviamente. Porque vamos a anteponer –inconscientemente, es cierto- nuestras necesidades emocionales a las necesidades inmensas e incomprensibles del bebé.

De hecho, cada vez que escucho un bebé llorar, le pregunto a la mamá por qué llora. Casi siempre, invariablemente me contesta: porque quiere teta, o quiere brazos. Entonces replico: ¿y por qué no se la ofreces? Luego vienen respuestas diversas sobre indicaciones del pediatra, costumbres, valores y justificaciones varias que no importan en absoluto. Lo único que me importa es constatar que esa madre reciente no está dispuesta a darle prioridad a la demanda del bebé, sencillamente porque siempre le dio prioridad a la propia. ¿Por qué? Porque es –antes que todo- ella misma una gran necesitada.

Así continuamos, a través de débiles maternajes, los circuitos de la adicción: incorporación de sustancias desplazadas, autosatisfacción y necesidad repetitiva de volver a incorporar sustancias desplazadas. Esto se traduce en incapacidad de mirar más allá de sus propias narices.

Así no podemos satisfacer las necesidades genuinas de los niños pequeños, esperando que algún día tenga la “panza tan llena” (emocionalmente hablando) como para que sean capaces de mirar al prójimo y darles prioridad a los demás, en lugar de darle prioridad siempre al ego.

La innumerable cantidad de preconceptos, opiniones y consejos que circulan sobre la crianza de los niños están supeditados a la comodidad de los adultos. Todo individuo que necesita –desesperadamente- satisfacer primero sus necesidades va a buscar su propia comodidad. A través de las generaciones, repetimos estos circuitos de hambre emocional.

Ahora bien, si nos interesa realmente criar niños seguros y libres, estaremos obligados a reconocer, antes que nada, nuestras discapacidades y desvalimientos primarios. Comprender y alimentar nuestro ser interior hambriento. Pero no con comida, trabajo, ni televisión, sino con conciencia. Con comprensión de la propia historia vital. Entonces, tal vez, podamos resarcirnos y estar atentos a qué necesita el otro. Que en tanto otro, necesita algo distinto que nosotros. Y si nos resulta intolerable responder a las necesidades del otro, sabremos pedir ayuda. No para que ese otro se calme. Sino para calmarnos nosotros mismos ante nuestra necesidad devoradora. La crianza de los niños pequeños necesita altruismo, generosidad y dedicación: todas virtudes despojadas de necesidades individuales.

Tomado de:

Laura Gutman: Crianza. Violencias Invisibles y adicciones. Editorial del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2006. Págs. 119-124.
Psicoterapeuta y escritora.
Directora del centro CRIANZA en Buenos Aires.

No hay comentarios:

Publicar un comentario