Acabo de leer una entrevista que no tiene desperdicio. Habla Martin Lindstrom, especialista en algo que resulta que se llama "Neuromarketing". O sea la aplicación de la ciencia del siglo XXI: la neurociencia, al mundo del marketing, la publicidad y el merchandising.
Fue publicada ayer 26 de mayo en la sección La Contra, del diario La Vanguardia, pero como ya no puede consultarse gratuitamente en la página web del periódico, te sugiero que vayas urgentemente a leerla aquí.
Lindstrom cita a Damasio, uno de los más importantes neurólogos del mundo, y nos advierte. La investigación de marketing y las investigaciones del cerebro nos confirman algo que ya intuíamos: "donde se detiene el raciocionio, empieza el consumo". El acto de consumir no es racional. No pertenece al neocórtex. Responde a nuestras necesidades emocionales y sensoriales más profundas y antiguas.
Es inevitable relacionar esta afirmación con lo que hemos hablado otras veces: a la sociedad de consumo le conviene que, desde niños, se nos frustren nuestras necesidades afectivas y nuestra autoestima, para que nos convirtamos en personas adictas a cosas por las que hay que pagar, para que nos convirtamos en grandes, irracionales y permanentes consumidores.
El consumo es un acto emocional y sensorial, y la etapa en que se construyen nuestras emociones es la primera infancia. El bebé emocional que no ve satisfechas sus necesidades afectivas, es un futuro adicto, un futuro consumidor-tragador de productos que puedan saciar su oralidad frustrada.
El niño al que desde bebé se le sustituye el pecho materno por un biberón; los brazos maternos por carritos y hamaquitas; el cuerpo materno por cunas y minicunas; el tiempo familiar por guarderías, canguros, televisión y parque; el niño al que se le deja llorar "para que aprenda"; el niño al que se le aplican métodos conductistas para que acalle sus demandas y duerma solo desde casi recién nacido; el niño al que apenas se le dedican unos minutos diarios de verdadera atención exclusiva por parte de sus padres terriblemente ocupados y estresados; el niño al que se le pega "un bofetón a tiempo"; el niño al que se le mira desde la altura del adulto que siempre tiene la razón; el niño al que se le humilla y se le castiga... va dejando huecos en su sistema emocional que tendrá que sustituir a la larga por cosas efímeras que permanentemente sacien sus miedos, su malestar, su baja autoestima, su necesidad de reconocimiento.
Somos esos bebés sentaditos en preciosos carritos y acallados con chupete, que nos acostumbramos desde bien pequeños a consolarnos con sustitutos materiales del amor.
Desde pequeños ya el mercado saca gran rentabilidad de ese trueque de presencia y amor maternal y paternal, por el consumo de pacotilla material. "No vaya a comprar con niños", recomienda Lindstrom:
"Saben que las madres – y más las trabajadoras- siempre temen no dedicar a sus hijos el tiempo que merecen. Así que los niños desarrollan hábiles estrategias para explotar ese sentimiento de culpa y hacer comprar a los papás según su capricho."Obviando el enfoque despectivo hacia los niños que rezuma su comentario, algo cierto hay en el fondo: sustituimos, más o menos inconscientemente, nuestra presencia y nuestro atención por cosas materiales.
Es curioso que Lindstrom hable de los niños, y que también traiga el ejemplo de las madres que compran leche de fórmula:
Analizamos por qué las señoras que compran leche maternal activan su área mental del afecto, y luego la de la jerarquía.
Lo del afecto, vale, pero ¿la jerarquía?
Somos primates obedientes. En los botes hay consejos de la autoridad sanitaria: y las mamás obedecen y compran."Y las mamás obedecen y compran". Duele esta frase. Pero tristemente es ahí donde empieza a fabricarse la espiral del consumismo. Y no sólo por imitación, por costumbre familiar, no es sólo el ejemplo lo que se transmite de m(p)adres a hijos. Son los agujeros emocionales.
Los agujeros emocionales que vamos arrastrando de nuestros antepasados. Como dice Laura Gutman, la "carencia de maternaje" que vamos transmitiendo de una generación a otra.
Como sufrimos esa realidad en nuestra propia infancia, estamos incapacitados para prodigar los permanentes cuidados que nuestras crías necesitan desde que están en el vientre materno, y en sus primeros meses y años de vida, en la fase primal donde se construye nuestra capacidad de amar a los demás y de amarnos a nosotros mismos, y por ende nuestra autoestima, nuestra seguridad, nuestra capacidad de ser felices... Y así, la próxima generación tendrá las mismas carencias, que transmitirá a su vez a sus propios hijos ad eternum, a menos que tomemos conciencia.
Y mientras, seguimos intentando taponar esos agujeros con la adicción absurda del consumismo, que nos satisface sólo momentáneamente y nos deja de nuevo en el desamparo, para tener que consumir más y más.
Donde se detiene el raciocinio, no tendría por qué empezar el consumo. Deberían empezar nuestras emociones positivas, nuestros afectos, nuestra capacidad de amar, nuestra sensibilidad, nuestra espiritualidad, nuestra capacidad inmanente de sentirnos bien y felices por nosotros mismos.
Pero si lo que hay ahí es un agujero, un vacío de miedo y soledad, pues entonces, empieza el consumo.
Ayer mismo leí esta entrevista (tengo una pestaña exclusivamente para La Contra), y se me quedó cara de idiota. Una cara de idiota total.
ResponderEliminarLo de las estrategias para el ahorro me estaba sonando entre lógico y divertido, hasta que llegué a la parte esa de 'no vaya a comprar con niños'. Me resultó tristísimo.